Se ha dicho que la justicia es el poder menos
democrático de todos. No sólo porque está compuesto por una cohorte ilustrada,
sino porque ha sido el poder que menos cambios ha recibido tras el retorno de
la democracia luego de la última dictadura cívico-militar. No solo el plantel
es el mismo, también las prácticas que la componen. Pasan los gobiernos, se
renuevan los legisladores, pero los jueces son siempre los mismos jueces. Se
sabe: los jueces son inamovibles, están hasta que la muerte se los lleve. Pero
como dice el refrán: “muerto el rey, viva el rey!” Siempre habrá un pariente
que se haga cargo de los despachos pendientes. La justicia es mucho más que una
corporación, es una gran familia, la cosa nostra. Un poder compuesto por una
minoría que se autoperpetúa a través del nepotismo, los privilegios
aristocráticos y una jerga exclusiva que manipula con arrogancia, socarronería,
vanidad, cinismo y patoterismo.
El poder judicial es una postal de la historia
argentina, nos habla de las derrotas y los desafíos pendientes. Una justicia
clasista y racista a la vez, donde sólo caben los ricos y los blancos. Donde
los blancos se ensañan con los negros y donde se cuida la propiedad de los
ricos y sus negocios ilegales. No hay crímenes complejos sin burocracia y
pereza judicial. Pero la burocracia, esa gran maquinaria de “convalidar letras
y firmas”, es la gran excusa para no perseguir el delito de cuello blanco.
Después de tanto neoliberalismo, tanta
desigualdad social, empecinarse en sostener el cuentito de que “todos los
ciudadanos somos iguales ante la ley” parece una broma pesada, una manera de
perpetuar las injusticias sociales. La desigualdad real tiene que ser el punto
de partida para pensar una justicia democrática. En una sociedad con una
estructura social desigual, la justicia tiene que sobreproteger a los sectores
desaventajados.
Una apuesta difícil, llena de contradicciones,
riesgos y tentaciones demagógicas. Más aún cuando el debate se produce más acá
de una reforma constitucional; cuando muchos de los protagonistas tienen el
culo sucio y, sobre todo, cuando muchos funcionarios judiciales, rápidos de
reflejos, corren para donde sopla el viento.
La pregunta por la justicia es una pregunta que
va más allá de las reformas. Pero los proyectos presentados por la Presidenta movieron
finalmente el avispero. Poner en crisis esta justicia elitista, clasista,
racista y misógina, requiere de un debate profundo, pero necesita además
tiempos largos que hay que saber militar sin bajar la guardia. Mientras tanto
seguiremos diciendo que “no hay maldita policía sin maldito poder judicial”, y
la justicia seguirá siendo aquello que se diferencia y distancia de la
democracia nacional y popular.
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